Te voy a dejar


Samuel  lo había decidido, tendría que dejarla. Sentado en la mesa del comedor  repasaba dentro de su cabeza las palabras escogidas para mitigar el dolor en ella, no hacerla sufrir más de lo necesario. El amor entre ambos ya era cosa del pasado, hasta hace un año no había tenido el valor de dar el paso para dar comienzo a una etapa nueva en su vida.

Tamara, su secretaria, había confesado sus más profundos sentimientos, aunque él puso resistencia al momento, los encantos de esa bella morena de senos grandes, boca carnosa, ojos color miel, piernas torneadas que formaban la base de un cuerpo digno de la más bellas esculturas de todos los tiempos rompieron cualquier tipo de oposición. La entrega fue inminente, la pasión renació en él como flama eterna dando comienzo a los juegos de la lujuria y la pasión. Una segunda pubertad haciendo del sexo un nuevo descubrimiento, su piel renaciendo al contacto del sabor desconocido.

La comunicación con su esposa era escasa, Lucía se desvivía por complacerlo pero no había ya entusiasmo de su parte. Se sentía mal por darle un trato indiferente, no era culpa de ella haber engordado hasta parecerse al enorme pez blanco,  aquel enemigo mortal de un capitán obsesionado con la venganza en la legendaria obra “Moby Dik” de Herman Melville. Su libro favorito era ahora referencia al cambio orgánico sufrido por la mujer con la que un día decidió comprometerse para compartir el resto de la vida. La enorme ballena se había tragado a la delgada e indefensa damisela dueña alguna vez de sus sueños húmedos.

Se sentía agobiado, tres días sin poder dormir pensando en el ultimátum de Tamara.

--Ya me canse de ser sólo tu amante, el desahogo de tus necesidades de macho alfa. Ha sido un año muy bueno, lo he disfrutado tanto como tú. Me compraste un apartamento y aumentaste mi salario, pero no quiero ser solo un juguetico. Para seguirnos viendo Samuel Rojas Camacho debes darme el puesto que merezco.

Para ese momento se quedó mudo, pidió que le diera tiempo para ordenar sus ideas. A los pocos días le había informado a la ninfa de ébano que la decisión estaba tomada, que el fin de semana próximo se mudaría con ella. El lapso de tiempo para dar cumplimiento a su presionada y lujuriosa promesa expiraba la noche de hoy.

Lucía tenía los ojos aguados, permaneciendo en la cocina dando cara a los gabinetes de comestibles y enseres pensando en lo tonta que se sentía habiéndole entregado la vida a un hombre durante más de cinco años para terminar siendo engañada. Su intuición femenina nunca le fallaba y las señales eran claras referencias del abandono por venir, el cansancio como excusa para la no intimidad, mayor cuido de su higiene personal, ropas nuevas todas las semanas, claramente un entusiasmo no dirigido a ella.

 Hace un mes se le ocurrió visitar a su esposo a la oficina donde él se encarga de dirigir su pequeña empresa de seguridad, llevaba uno de sus mejores vestidos de color negro para disimular un poco los kilos ganados durante los últimos dos años de vida marital. Su cabello liso color castaño oscuro en caída libre hasta los hombros, suelto, sedoso y brillante, unas suaves sombras de color azul claro pintadas sobre sus parpados hacían juego con sus ojos achinados color verde. Un escote pronunciado para así despertar el lívido del hombre que extrañaba, aquel que solía hacerle el amor tres veces a la semana y ahora solo con suerte la tocaba una vez al mes. Un último intento para recuperar al amor de su vida. Al abrir la puerta de la oficina con el rotulo de “Samuel Rojas Camacho. Presidente” seria testigo del peor de los escenarios para quien cree en la fidelidad y en el amor eterno sólo quebrantable por la siempre temida muerte. La imagen ante sus ojos la abofeteó de manera imprevista acompañada de una sensación de asco. Samuel de espaldas apretando y aflojando sus blancos glúteos, planchas de carnes expuestas por la ausencia de tela realizando un baile sin ritmo entre dos piernas que salían de la parte superior del escritorio. Los alaridos de ambos amantes habían silenciado el “clik” del pestillo de la puerta al abrir, el acto del engaño consumado hiriendo su alma plasmando en sus ojos el horror del tiempo. En la mesa el ansiado pasado y sobre ella el futuro temeroso y desesperado.

Sus manos temblaban, se le dificultaba tomar con fuerza el mango del sartén donde calentaba el aceite para fritar los plátanos que acompañarían una pasta con salsa de tomate natural y albahaca. No más de tres ingredientes, tres son suficientes.

Samuel nervioso, pensando las palabras menos dolorosas para decirle a Lucía que tiene a otra mujer, hacerle entender que ya no desea estar con ella, que ésta será su última noche bajo el mismo techo. Preocupado por  decir un secreto, ignorando que el engaño ya ha sido descubierto.

Mirando hacia los gabinetes no podía quitar la mirada del tarro de raticida que se encontraba a la vista mientras removía  la salsa de la pasta con fuerza en una olla sobre fuego lento. Ya no pensaba con claridad, solo se mantenía consiente de la humillación, de lo tonta que se siente al tener todavía a un hombre al lado que no la valora, ¿Cuándo él le diría la verdad? ¿Por cuánto tiempo seguiría siendo la protagonista de un vergonzoso show donde su dignidad no cuenta?.

Tratando de esconder la ansiedad, controlando el tono quebrado de su voz, Samuel dice:

--Amor, ¿falta mucho para servir la comida? Ando hambriento, la jornada del día de hoy fue ardua. 

--No amor mío, ya casi, dame solo un minuto-- Dijo Lucia con cierta cordialidad, amabilidad que contrastaba con su rostro endurecido ensombrecido por la ira. De sus manos brotaban unas pequeñas gotas de sangre que escapaban de las heridas infligidas al apretar los puños y clavar las largas uñas en sus regordetas palmas.

Sentía mariposas en el estomago, había llegado el momento. Lucía sirve los platos, y con el valor que le queda decide iniciar el fin de todo.

--Hay algo que quiero decirte Lucía…algo importante.

Ella con mirada inexpresiva, tomando la mano del Judas respondió.

--Soy toda oídos querido.

Mientras Samuel comienza  con sus argumentos, en la cocina, dentro de un pequeño contenedor de basura, se encuentra un tarro de raticida vacío, un tercero que grita al silencio.

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