La mujer en el espejo


No puede evitar sonreír, lo sabe, ha llegado el momento y está feliz; su cuerpo ha llegado a la madurez. Sus caderas pronunciadas símbolos de los deseos más variados, sus  pechos tienden a oprimir las miradas de quienes irrumpen en su camino. Sigue riendo frente al espejo tapando su entrepierna, fija la vista en sus propios ojos, hace un guiño coqueteando con ella misma, siente el mismo vértigo que  ha causado su juguetona mueca infinidad de veces en aquellos insistentes pretendientes.


Descubre su monte de Venus permitiendo su reflejo, un lecho intacto codiciado por aquellos ambiciosos conocedores del valor de la tierra virgen, lugar fértil donde la primera semilla se hace inmortal, un tatuaje en la memoria de la diosa dominante del frondoso placer.


Con sus manos comienza a delinear su cuerpo, tacto apenas perceptible a través de las suaves puntas de sus dedos. Se eriza la piel, la sacuden espasmos. Oleadas de calor surcando sus poros obligándola a dejar en el aire suspiros perdidos sensibles a la excitación. Cierra los ojos y su imaginación recapitula sus amantes, competidores buscando dejar huellas imborrables. Pero ella es como la arena, una vez que pasa el tiempo y oscila sobre ella el viento esos rastros forman parte del pasado, un olvido que jamás será descubierto por algún nuevo osado.


Abre sus ojos nuevamente y contempla la efervescencia de su ser, una fragilidad donde se esconde un gran y peligroso poder. Sabe que mujeres como ella han determinado la historia de la humanidad, por ellas se erigieron civilizaciones y destruyeron esperanzas. Siente escalofríos al razonar que es la pieza fundamental de la permanencia del hombre en la tierra, ella es la clave de la humanidad, la especie sobre todas las especies. 


En ella el bien y el mal del llamado mundo. Ríe con fuerza, los inocentes la llaman simplemente “Mujer”.

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